COMIENZO
En su evolución de casi treinta siglos, las fábulas han pasado por diversas manos que les han aportado siempre diferentes elementos. Sustentadas principalmente en la agudeza de sus autores, parece que hoy no tienen el mismo arraigo popular que en otro tiempo tuvieron, quizás porque las plumas con la capacidad de síntesis y la mirada irónica que requiere, ya no se inclinan por este género. Sus orígenes son dignos de una narración fantástica, su evolución está atada a los escritores que la practicaron. Resulta curioso además, que Esopo sea una figura casi omnipresente en toda fábula, tal vez porque su sufrida vida y su ingenio conmueven a todos, o por lo limitado del género, todo fabulista, más tarde o más temprano, se remite a su obra.
El origen de la historia se remonta al siglo VI a.C. cuando el rey persa Nixhue, envió a Barzuyeh, médico de su corte, a la India en busca de unas hierbas que se decía, tenían la virtud de resucitar a los muertos. Una vez allí, hizo varias experiencias sin obtener resultados satisfactorios. Consultó entonces con los sabios del país, quienes le dijeron que lo que él llamaba hierba era para ellos una serie de libros que ilustraban el entendimiento de los ignorantes. Esos libros, conocidos como Calila y Dimna -que era sólo el nombre de su primer relato- habían sido escritos por los sabios y los sacerdotes, quienes habían encontrado en los animales, protagonistas para sus historias cargadas de enseñanzas religiosas.
De este período, en el que lo literario es simplemente un instrumento de expresión de dogmas y principios religiosos, se abren dos grandes caminos: el persa y el griego, ambos más literarios que religiosos.
Grecia encontró en los animales un recurso de belleza, y transformó la fábula en un género didáctico sin más valor que la belleza lingüística del pequeño poema. El amor por lo sencillo y lo vulgar, elevado a la categoría de arte en virtud de un espíritu selecto y mordaz tuvo su primer y principal exponente en Esopo. Con él nace la verdadera fábula, como narración corta en que de un hecho sucedido a unos animales se saca una lección para la vida humana.
En el siglo XII, Alfonso X el Sabio lograba con su obra y su mandato que la cultura ibérica se enriqueciese notablemente al incorporar lo más importante de la ciencia oriental, mientras la prosa daba un paso gigante bajo su entusiasta presencia. Tío del Infante don Juan Manuel, fue él quien mandó traducir el Libro de Calila e Dimna del árabe al castellano, manteniendo así la presencia de esta obra y de la fábula que, como género no tendría fortuna hasta el siglo XVII. No obstante, en Alemania la fábula fue muy popular en los siglos XV y XVI.
Pero fueron La Fontaine (1621-1695), Jean-Pierre Claris de Florian (1755-1794), el inglés John Gay (1685-1732) y los españoles Félix María Samaniego (1745-1801) y Tomás de Iriarte (1750-1791) quienes consagraron definitivamente el género en Europa. La lectura de estas sencillas composiciones fue entonces alimento espiritual de generaciones enteras, aun de centros cuyo grado de cultura era elevado, como en los seminarios. En las escuelas fue aprendizaje obligado como ejercicio de memoria y como enseñanza moral.
Félix María Samaniego fue el continuador inmediato de La Fontaine en España. Inspirado en este, también tradujo y se remitió constantemente a Esopo y Fedro. Estudió leyes en Valladolid y pasó luego a Francia, en donde el ambiente enciclopedista le hizo experimentar una violenta conmoción en su sensibilidad: la irreverencia por las cosas sagradas y la crítica mordaz y despiadada contra la política que profesaban los enciclopedistas impregnó su espíritu. Se sintió terriblemente herido cuando su amigo, Tomás de Iriarte publicó sus fábulas literarias, atribuyéndose el mérito de ser el primero en tratar esta clase de literatura, cuando él ya había publicado tres años antes. Encolerizado ante esta falta de ética, y siguiendo la pauta normal en el siglo XVIII -al que Azorín calificó como "un siglo de polémica y de discusión apasionada" -, publicó anónimamente unas Observaciones sobre las fábulas literarias de don Tomás de Iriarte, con las que se inició una polémica que ha pasado a la historia de la literatura. No resulta extraño que un tribunal de la Inquisición haya dictado auto de prisión contra él, la que pudo eludir en virtud de sus influyentes amistades. Antes de morir hizo quemar todos sus escritos, de los que se salvaron sus nueve libros de fábulas, las que lo han llevado a la posteridad por su versificación ágil, fluida e imperecedera ironía.
PRESENTE
Los vicios en todas sus formas -envidia, engaño, burla, etc.- han sido los temas más tratados por las fábulas, que desde su origen mismo han estado dirigidas a establecer pautas morales y cánones de conducta a través de una ejemplificación didáctica y accesible. Versificadas, adquieren matices líricos que las emparentan con las canciones populares y con el romance, la sátira, el epigrama moderno y las odas de asunto ligero; en prosa, poco las diferencia de los cuentos. Se las compara a las sátiras, ya que mientras estas ponen de relieve los vicios y defectos de alguien para que sirvan de escarmiento a la colectividad, las fábulas ridiculizan y vapulean los defectos y vicios de la colectividad para que sirvan de escarmiento a los individuos.
En sus 2700 años de existencia, las fábulas han permanecido firmes en sus planteamientos básicos, más allá de variaciones y vueltas de tuerca que sus diferentes autores les han aportado. Tal vez es la poca evolución que han mostrado, lo que las ha vuelto menos populares con el paso del tiempo. Quizás han sido sus eternos protagonistas, los animales lo que las ha alejado del público en la segunda mitad del siglo XX. Kipling y Borges creían que un autor debe intervenir lo menos posible en la elaboración de su obra, es decir que debía ser un copista de su musa y no de sus opiniones; de este modo, podría ser el hecho de supeditar la narración a antiguas moralejas lo que les ha quitado frescura a las más recientes y las ha anquilosado.
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